Premio Gloria Fuertes

Este cuento, ha sido copiado, del libro NAVIDAD EN LA RADIO, que recoge una selección de narraciones premiadas en el Concurso Radiofónico de Cuentos Navideños que convoca Radio Elche desde 1965, y que pasó a denominarse Premio Gloria Fuertes en 1989.


AÑO 1986
LA SENDA DEL INFIERNO
por 
Vicente Pastor Chilar


Le arañaban la piel los primeros cosquilleos precursores de la tiritona. Los muchachos de la "basca" acababan de largarse con viento fresco. Quedó solo, sentado ante una mesa escoltada por media docena de sillas vacías y aún calientes. Un cartelito deseba "Feliz Navidad" entre colgajos de colorines.

Decididamente prefería el "pub" al BUP recién terminado a trancas y barrancas, con repeticiones, asignaturas pendientes o cogidas con alfileres poco seguros. En el humo de su propio cigarrilo, que ya le sabía a diantres, creyó adivinar la amenaza del calambre inminente. Más que un movimiento nervioso, su brazo izquierdo dibujó una irreprimible sacudida y las rodillas empezaron a golpearse contra sí mismas. Hasta el hielo casi derretido en el vaso, incapaz de mantener fresco el medio "cubata", empezó a darle náuseas.

Rafael era consciente de que él solo, únicamente él era reo de su propia destrucción. Nadie más. A sus 19  años recién cumplidos y con uno setenta y tantos de estatura casi atlética no esperaba más, absolutamente nada de la vida, que se le antojaba tediosa y de la que se sentía harto y asqueado.

Siempre, no obstante, asumió la responsabilidad de su envilecimiento y de su miseria.  Bien estaba que su madre echara las culpas a "las malas compañías". Las madres de "las malas compañías" también le escupían a él los traspiés de sus hijos. El desmesurado ambiente hedonista, la relajación canallesca de costumbres y la golfa permisividad ajercen una gran influencia en la juventud, pero nadie convierte en morfinómano a quien no desea serlo.

Temblaba ya a vistas claras y no de frío, a pesar de que el invierno asomaba sus antenas por el almanaque. No podía mantener fijo el "vidrio" con una sola mano. Se agitaron sus pálpitos y los dientes era incapaces de mantenerse inmóviles en la boca que tartaleaba. Un sudor pegajoso le rociaba la frente y le humedecía el cuerpo. Todo él era una escalofriante vibracióon, electrizada y convulsa por un latigazo de incontenible ansiedad.

Rafa, a  sus 19 años recién cumplidos y uno setenta y tantos de alto era un simple y tumefacto estropajo estrujado por el "mono". El síndrome le agarrotaba hasta el aliento ulcerado que exhalaba vahos de rones y ginebras.

Era cosciente de que no tenía otra desgraciada salida que salir en busca de algún estupefaciente con que alimentar la letal jeringuilla. Cien veces se había juramentado consigo mismo para decidir que aquella era la última, y otras cien había consentido que la sórdida aguja hipodérmica chupara un buche de sangre tibia para alearla con la "nieve" y voltear todo el veneno cárdeno hacia el imperio de sus sentidos esclavos del vicio. Rafael deseba "desengancharse" más que ninguna otra cosa en el mundo. Anhelaba liberarse de aquella dependencia con todo su frenesí y todo el cúmulo de sus fuerzas, que no eran suficientes si no contaba con otras cálidas y enérgicas ayudas.

Se echó una pelliza sobre los hombros y abandonó el "pub" sin despedirse de nadie, puesto que ni siquiera sabía si aún quedaba en el interior algún conocido. Al aspirar la calle, el contraste con una más baja temperatura le arrojó una bocanada de fresca en los pómulos. Retiró la vista de aquella pintada que tantas veces le desasosegara el estómago: "La droga mata poco a poco. Nosotros no tenemos prisa".

Perdido el control, absorto y enfebrecido, sus pasos se encaminaron hacia la única meta posible: el "camello" que podría brindarle la flor púrpura de la cicuta con pétalos de placentero éxtasis y espinas mortíferas de vitriolo.

No era capaz de adivinar ni ansiar otro objetivo. Precisaba inexorablemente una dosis. En el vértice de la degeneración se aceleraban las pulsaciones entrecortadas de sus sienes.

Mecánicamente se escarbó los bolsillos. Hubo de descansar en un banco público para reponerse del presentido sobresalto. Sencillamente no tenía un duro, ni posibilidades de solicitar un préstamo más. El círculo de amigos "sableados", camaradas y conocidos se fue estrechando, agotándose hasta que se cerró. Jamás se había decidido todavía a robar. No podía, empero, pedir dinero a nadie, ni estaba en condiciones de hacerlo. El "mono" se agigantaba y adquiría proporciones de "gorila". La fogosidad era ya una hidra enroscada a su yugular, con muchas probabilidades de cercenarle el hálito.

Convertido el hombre en verde escoria, en puro esqueleto de la desesperación, tan sólo le queda recurrir a una madre o a Dios en este perro mundo, pero Dios no anticipa créditos.

Aparte su dependencia tóxica, Rafa era un chico corriente y normal, hijo de una familia normal y corriente. Su padre regentaba una pequeña industria, que funcionaba sin demasiadas holguras ni posibilidades económicas y que, también en ocasiones, le embargaba el sosiego con las letras, los protestos, los plazos fijos, los problemas y los impuestos. A lo más que podía aspirar con realismo era a sacar adelante a su familia cuyos miembros tampoco alimentaron ambiciones de ostentación y dispendios. Se conformaban con su suerte y su pertenencia a la clase media. De toda la familia, el progenitor era el único que ignoraba las cadenas de pobredumbre que arrastaba su primogénito. La madre y la hermana del chico hacía unos meses que conocían la sangrante hecatombe.

Apenas atinó a perforar con la llave la cerradura de su casa. No atendió los requerimientos maternos para que cenara. Al contrario, se dirigió a su habitación hasta que llamó a su madre, con el ingenuo pretexo de que se encontraba indispuesto.

En realidad estaba enfermo, mucho más grave de lo que quería intuir. Acostumbrada a la sadíca escena, víctima del cilicio que le desgarraba a dentelladas la impotencia en sus entrañas, la madre le negó el dinero como hiciera tantas veces. En unas ocasiones se mantuvo firme; en otras accedió a las caústicos y exigentes estertores del toxicómano. En esta oportunidad ocurrió, al  fin, lo último: siete mil pesetas, la mitad de todo el capital, que en aquellos momentos había en el domicilio, sirvieron para picar en las venas un aguijonazo de muerte a plazos que reportó al joven un efímero bocado de vida. El alucinógeno obró el prodigio: se evaporó la contracción de músculos y el parpadeo vidrioso de los ojos. La inyección absorvió los sudores y devolvió la luz a sus pálpitos. La aguja sedó espasmos, acolchó la exasperación, domó el paroxismo del ardor y alumbró un nuevo y tenue sol a la vista del infeliz. Unos instantes de arrogamiento propiciaron sesnsaciones de estímulo y vida a su polen efervescente. Durante aquel breve período se recluyó en su viscosa madriguera de telarañas, bajo tierra, la tarántula de la drogadicción, que le obturaba los conductos de la luz y la alegría; pero, inexorable, la pestilente araña volvería a abandonar su guarida para incrustarle su espino de fuego, de pesadilla y de tinieblas.


*     *    *

- Hijo mio, esta situación no puede continuar y va a acabarse irremesiblemente. Yo hubiera preferido otra lotería, la de tu recuperación, en lugar de esta almorzada de billetes que nos ha reportado la suerte. No ha sido el "gordo", pero sí cobraremos lo suficiente para que papá iniciara una nueva vida más tranquila, que merecida la tiene. Voy a truncar todos sus planes y a decirle que ese dinero llovido del cielo vamos a destinarlo a tu rehabilitación. Pienso hablar con él hoy mismo.

-Mamá, déjalo para después de Navidad. Qué importancia puede tener una semana más.
Permítele, al menos que sueñe unos días, los últimos del año. No se lo digas aún; tiempo tendrá para enterarse.

Cómo casi siempre, Rafa creyó salirse con la suya. No acertó esta vez, pese a la condescendencia de su madre. 

Entre los planes del cabeza de familia, con los gozos de la lotería, figuraba regalar un automóvil a su hijo varón. Era un rumboso obsequio de Navidad. No supo contener el impulso y se avalanzó sobre la puerta de la alcoba, para comunicarle su espléndida decisión.

Nunca la hubiera abierto. El relámpago fue de escalofrío; la sorpresa, de miocardio. No puedo esperar el industrial una más infausta Nochebuena, a pesar del pellizco monetario que le deparó el azar; incorporado sobre su cama, a los sincopados sones de un disco, el muchacho se entretenía aspirando la propia savia roja de sus venas con una cánula, totalmente dispuesto a clavar la semilla de la muerte en la vorágine de su juventud.

Padre e hijo, horrorizados ambos y en silencio, se miraron frente a frente, cara a cara: los ojos maduros, cansados de cansancio, penetraron en las adolescentes pupilas anhelantes del néctar de la muerte.

El mundo se vino abajo para los dos. A sus pies se cuartearon los andamios del amor, los sueños y la ilusión. El chico, impotente para resistir la sed de la ponzoña, sufría como se desbordaba su propia culpabiilidad al derrumbar los planes de su padre, al que acaba de asestar un machetazo de consternación. El padre, que había sudado de firme solo pensado en el porvenir de las suyos y que, por fin, veía generosamente premiada su abnegación, sintió ser él mismo quién libaba las hieles del cianuro. Absorto en otros problemas y en la constante búsqueda de soluciones, jamás hubiera admitido que la toxicomanía anidaba en su casa, encarnada en su propio hijo. Hacia él se dirigían aún obsesivamente todos los anhelos y desvelos del padre a quién torturaba más la suerte de su vástago que la zarpa de congoja que, en aquellos dramáticos momentos, le retorcía las vísceras astilladas a mordiscos inícuos de frustación.

Sobraron el turrón, el champán las viandas de la cena y hasta se cegaron las intermitentes y alegres bombillas del árbol de Navidad. Las camas acogieron a la familia mucho antes de lo normal en la Nochebuena. Los tranquilizantes inútiles sustituyeron a la cascaruja y las campanas de la Misa del Gallo descargaron los golpes inmisericordes de sus badajos en los huesos y las carnes  de aquellos seres que pudiendo ser felices, constataron como la fatalidad y el infortunio devastaban y corroían sus cimientos.

A quien mayor porción de aquella tarta de amargo suplicio correspondió sorber fue al propio Rafa, seguro de que él y nadie más que él era el causante del derrumbe familiar. Su madre tenía razón, toda la razón: " Esta situación no puede continuar y va a acabarse irremesiblemente".

La sentencia materna cobró cuerpo de obsesión que acaparó y centró las ideas del muchacho. Se hizo la noche en su mente y la ansiedad volvió a gangrenarle el corazón. Hubiera querido escapar a aquel coro y adivinar que aún alguién le acariciaba el pecho con un beso de esperanzas.

Salió de su casa como un alma en pena, igual que un espectro que se alimentara de las sombras de la noche y del alumbrado del jolgorio navideño. Cuando enervado el ánimo, aunó redaños para silbar su tímido e incosciente adiós a la vida, tampoco acertó a hacerlo. A sus labios embotados acudían, cruzándosele, dos tonadillas incompatibles: Una le hacía presentir que "tras la noche vendrá la noche más larga"; la otra pretendía inútilmente aligerar su carga aproximándole a un remoto lugar ultramarino "donde el sol cada mañana brille más...".


Se encaminó hacia un templo vacío de fieles y de calor. Las puertas estaban ya clausuradas a la liturgia y a los villancicos. Sentado en el portal de la iglesia, sus manos trémulas fletaron la jeringa con una sobrecarga de agónicos elixires de adormideras y con un viático de hélices para el vuelo sin retorno.

La inyección bombeó una estampida desbocada de indómitos potros, que irrumpieron y trotaron por sus venas colmándolas de etéreos relinchos y jadeos de asfixia. Reventaron con la descarga sus arterias, incapaces de asimilar aquel superávit de flujos de placer inconmensurable y de incontenible dolor. Naufragó en una siesta de irreversibles sopores que le convirtieron en lívida estatua de sal.

La mañana jubilosa de Navidad, a la puerta del templo, amaneció sentado el cadáver de un chico de 19 años recién cumplidos y uno setenta y tantos de estatura, con los estigmas del desenfreno.

Un madrugador cruzó frente al recinto sagrado canturreando "Quiero que no me abandones, amor mío, al alba...".




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